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martes, 19 de abril de 2011

LA VIDA DE OTRO. ( Segunda y ultima entrega ) .



IV
Abrí los ojos con esa pesadez y aturdimiento que te produce el despertar, miré el techo de mi habitación, pensando en el sueño que acaba de tener.
En esos instantes, la soledad, el silencio y la propia noche te hacen sentir como si fueras el único ser vivo sobre el planeta, la existencia misma se reduce a ti y un agradable bienestar embarga el latir de tu ser.
El reloj despertador marcaba las 4,15 de la madrugada, aún podía descansar varias horas más.
Intente hacerlo pero, desvelado, ya no pude.
Encendí un cigarrillo y seguí absorto en mis pensamientos.
De forma salvaje como ella misma, Ana volvía a ellos.

A pesar de su rechazo, la amaba.
Algo que se escapaba de lo mundano y que no conseguía comprender por el propio sin sentido del hecho, me impedía no hacerlo.
No oponía resistencia a este sentimiento como siempre había hecho, ni sentía odio hacía mí mismo, como también, siempre, había hecho.
Al contrario del dolor del desamor, una paz interior liberadora lo copaba todo, reconfortando mi alma.
Notándola en mi pecho, tuve, ya no sé si imagine, la sensación de que éste se salía de mi cuerpo.
Al poco, sin darme apenas cuenta, me dormí..
V


Con un alivio que me llenó de una alegría indescriptible, con una dicha que se expandió desde lo más hondo de mí mismo, volvía esa transmutación que bien sabía era  que podía volver a tener la oportunidad de ocupar un cuerpo físico, y disfrutar con ello de la luz y los colores, del movimiento y la materia.

VI
Subía las escaleras de un pasaje que a su vez era un puente de forma curvada y servía también de descansillo de una casa.
Al pasar por la puerta, ésta se abrió y tres personas salieron. Tuve la sapiencia de que no percibían mi existencia.
Observándolos, ninguno de los tres me resultó familiar o conocido, dejándolos atrás, bajé por la otra parte de la escalera que daba a lo que parecía una discoteca, entré en ella.
Era amplia y de forma circular, la música estaba a alto volumen como correspondía a este tipo de lugares.
Unos diez muchachos bailaban, estaban todos en grupo, deduciendo de ello que al menos algún vínculo existía entre ellos,  reían y se veía que se estaban divirtiendo.
Aparte de ellos, la estancia estaba completamente vacía, una iluminación en penumbra no me impedía distinguir un suelo bastante enguarrado y sucio.
Vasos de plástico vacíos, colillas y grandes manchas de líquidos resecos me indicaron que la sala no tardaría en cerrar.
Abandonándola, salí a un espacio al aire libre que tenía un solar de suelo duro y empedrado, en cuyo lateral izquierdo y en el centro,  varias plazas de aparcamiento, cubiertas con una madera envejecida y doblada en su curtidez,  estaban vacías.
Una vieja escalera situada a la derecha y que carecía de barandilla, me invitaba a subir por ella.
Al llegar a lo alto de la misma, mirando el vacío bajo mis pies, me senté y quite mi calzado de ellos,
Al efectuar este acto que no entendí, como si hubiera activado un resorte, varias escenas se desarrollaron ante mí a gran velocidad y de forma caótica, sobrepasando mi capacidad de visualización y perdiendo totalmente el control sobre ellas.
Un agobiante deseo de querer salir de mi sueño me invadió pero comprobé, con terror desolador, que no podía hacerlo.

Aceptar este hecho brutal fue paralelo a comprender que en la vida real teníamos que morir.
¿Qué era la realidad entonces?, preguntó mi ser interno con profunda ironía, desde mi pensamiento onírico.
Este lugar era tan real como la propia realidad que conocemos en el mundo de los vivos.
Aquí también estaba vivo, reía, lloraba, me alegraba, me entristecía, pensaba, sufría, veía.
¿Dónde estaba la diferencia entonces?
¿Era este un mundo paralelo al nuestro en el que la vida realmente existía?.
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, supe que era así y que aquella estancia era una abertura hacía el otro lado y que yo estaba en este otro: atrapado.
Y el miedo, hábil embaucador cuya profundidad, en cuyo interior no ahí nada cuando tienes el valor de atravesarlo, me agarro con sus falsas zarpas y se incrustó como un virus en el centro de mi alma.
Volví a subir los peldaños de aquella escalera buscando mis zapatillas, si aquel lugar era una puerta; mi calzado era la llave.
Una intuición más allá de lo natural no me dejó lugar a dudas. Desesperado y asustado, con una ansiedad incontrolable, corrí a buscarlas.
Entré de nuevo en la discoteca, a pesar de que la música seguía sonando, los muchachos ya no bailaban, rodeaban, mirándolo, a uno de ellos. Tumbado en el suelo, encogido e inerte, no se movía.
Uno le pegó dos pequeñas patadas, no daba sensación de vida alguna, parecía estar muerto.
Aquellos chicos en vez de alarmarse, preocuparse o entristecerse; se alegraron vitoreando a gritos que aquel chaval tumbado hubiera perecido.
Lo hicieron con un entusiasmo que me llenó de pavor, sus rostros eran de una felicidad extrema mezclada con envidia, pero no era una envidia malsana, sino de alegría por su suerte.
Era tal vez posible... No podía ser, lo que acaba de pensar ya no me hizo sentir pavor, sino horror, un espanto inimaginable, un pánico que sobrepasaba el propio pánico.
Aquel muchacho había muerto mientras dormía, la muerte dulce. Y uno de estos infraseres que habitan en este submundo paralelo, su alter ego, había conseguido, por fin y por siempre, su cuerpo físico.
No hacía falta que pusiera en orden mi capacidad intelectual y de razonamiento lógico, aquí las sensaciones son hechos rotundos.
En este lugar la verdad es irrefutable.
Huí, huí de nuevo.
Salí al solar, buscando el vestir de mis pies, iba en ello, mi propio yo.
Buscaba y buscaba y no los encontraba, no los veía.
Las lágrimas querían pero no podían salir.
Me imaginé en mi cama removiéndome nervioso, gritando en voz alta.
-QUIERO SALIR DE AQUIIIIÍ.
-QUIERO SALIR DE AQUIIIIÍ.

Vivía solo, ¿quién me iba a escuchar?.
Se salieron de mis orbitas los ojos, al lado de los aparcamientos, en una pequeña montaña de arena que separaba las plazas de los coches, amontonados, pares y pares de zapatos, botas, deportivas...
No sé si deslizándome, corriendo o difuminándome, llegué a aquel montón en cuestión de segundos. Rebuscando en él, encontré mis zapatillas, o las que creí mías, por mi espalda apareció un chico y arrebatándomelas, sin brusquedad, alegrándose y sonriendo dijo:
- Ya las tengo.
Y como un globo lleno de helio, se elevó hacia el cielo, desapareciendo.
Había conseguido irse.
¿Qué llevaba yo entonces?
Maldiciendo mi memoria, la esperanza clavaba la desazón en mi tristeza.
Una chica joven, con un vestido de fiesta blanco bordado con encantadores detalles, pasó por mi lado saltando y riendo tal que una niña juguetona.
- ¿Qué buscas?
- Mis zapatillas, si no, no puedo salir.
Con esa infantilidad con la que había venido, se marchó hacía el fondo del solar, el oscuro, me hizo perderla de vista, reencontrándome yo con mi impotencia.
A los pocos segundos apareció, su rostro era oscuridad y negrura, no tenía rasgos ni piel, sólo unos ojos brillantes que, resaltando inquietante viveza, me hicieron temblar. Una sonrisa blanca e inmaculada igual de estremecedora y en sus manos unos botines, que reconocí como míos.
Los cogí, mis sentidos se hicieron luz brillante y desaparecí.

VII
Una claridad excesiva me hizo cerrar de golpe mis pupilas, poco a poco se fueron adaptando a esta nueva iluminación.
Cuando ya pude ver, ojeé aquella estancia, todo me resultaba excepcional y un desconocido dolor físico me arremetía, pero todo aquello no me importó.
Por fin, al final, lo había conseguido.
Ya tenía la vida de otro.
 FIN                             

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