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martes, 19 de abril de 2011

LA VIDA DE OTRO. ( Primera entrega )



I

Eran aproximadamente las 23,45 de un miércoles cualquiera, un miércoles, un día, un hueco en el tiempo en el que mi mente estaba infectada de tristeza, frágil línea la del amor.
Con la suavidad del terciopelo y la cortante capacidad de una navaja afilada de deslizarse limpia e hiriente sobre la blanda piel, mi vieja amiga melancolía volvía a visitar mi vulnerable corazón, el cual, tantas veces mordisqueado, me recordó a un gato.
Un gato callejero gris, como el cielo que sobre mi cabeza amenazaba a lluvia.
Siete perros, callejeros a su vez, lo acorralaron:uno ladro y aquella jauría acudió como si entre ellos se entendieran.
Lo rodearon, uno avanzó y le propinó un mordisco, un segundo avanzó a su vez y le dio otro mordisco, un tercero hizo lo mismo, y un cuarto, y un quinto, y un sexto y finalmente, un séptimo.
Se acercaban, mordían y se apartaban para dejar paso a otro, y así, los siete, fueron alternándose , acercandose,  mordiendo y apartándose; arrancando a cada bocado un trozo de pelo del felino.
Al final el gato, despojado de su pelaje, a trasquilones y malherido consiguió escapar subiéndose a la fachada de una casa derruida, y allí, conservando a duras penas su dignidad, se mantuvo en pie mientras yo lo miraba entristecido y sintiendo un profundo odio hacia aquellos cobardes perros.
Las gentes que andaban por la calle se habían parado como yo a contemplar la escena, un crudo filme, sin butacas ni pantalla, cuyos actores y figurantes no serían nunca reconocidos.
Recordando aquella escena que mis ojos llenos de pureza infantil observaron en aquel momento pasado de mi vida, sentí que así estaba ahora mi corazón, como aquel gato, maltrecho y esquilado, pero aún vivo.
Pensando con convencimiento que algo oscuro, algo turbio tendría mi alma para que todos mis amores por un motivo u otro acabaran marchándose, como Ana lo había hecho recientemente, me pregunté que hacía mal si mi trato era siempre dulce y cariñoso.
Discerniendo sobre este pensamiento, abatido con impotencia, y tal vez por ello, distorsionando la realidad, unas gotas mojaron parcialmente mi cabeza y con levedad mi rostro.
Comenzaba a llover, por suerte mi casa estaba ya cerca y hacia allí me dirigí con una poco esforzada carrera.
Una vez hube llegado a mi hogar me despojé de mis ropas humedecidas y me di un relajado baño.
Después de una poco copiosa cena, abrí una botella de whiskey y tome un vaso, y otro, y otro...
Con la ebriedad bailando una danza ausente de jolgorio, más bien una salvaje ceremonia ritual vudú, mis demonios interiores pataleaban burlones, crueles e insolentes, sobre mi dolorida cabeza.

Repasaba mentalmente las palabras de Ana, resultándome absurdo infligirme esa auto tortura sin sentido, desvié  mis pensamientos a las tareas que me ocuparon gran parte de esa tarde.
Había estado en la ciudad para resolver unos asuntos importantes que podrían determinar, según mi decisión, mi futuro hacia un destino u otro.
Mirando de nuevo la botella, casi vacía ya, me rellené el vaso sin molestarme en poner otro par de cubitos de hielo.

Sorbiendo aquel brebaje ardiente y manipulador, confundido de mí mismo, embotado y borroso, pensé que las cuestiones que manejaba, mi futuro, el
amor, como mi propia vida,  carecían ahora por completo de importancia.
Es curioso, me dije a mí mismo, lo que a veces creemos importante es una vulgar nimiedad, una osada cobardía ante la esplendorosa manifestación de la verdad, una verdad luminosa, reveladora, única e incuestionable que con infinita, dulce, pura y elegante crueldad nos muestra nuestro verdadero yo y su sentido.
Verdad, traicionado concepto, extraña palabra, la cual es inmensa en su bondad.
Verdad es conciencia, conciencia es pureza de alma, pureza de alma es amor, amor es libertad y la libertad es nuestro fin.
 Y el mio fue que como pude me acosté en mi cama y me sumí, en mi sopor etílico, en un profundo sueño.
II
Avanzaba subido en una bicicleta sobre aquel asfalto que reconocía, era el asfalto de una avenida cercana a donde vivía.
En el centro se encontraba la avenida propiamente dicha, en la que se perdía de vista su largo paseo.
A ambos lados, dos vías por donde circulaban vehículos y al lado de éstas, dos amplias aceras por donde solían deambular personas en sus quehaceres diarios. Pero ahora no había nada, ni coches ni personas, sólo desolación, vacío y un absoluto silencio.
Pedaleaba con rapidez, como si tuviera que llegar urgentemente a algún sitio, mientras lo hacia, observaba la vacía ciudad que parecía haber sido abandonada a su suerte a causa de una terrible catástrofe.
La luz, mortecina en su brillar, era tenue e inquietantemente misteriosa.
La alargada cuesta que se empinaba no hacía descender mi apretado ritmo, un desconocido poder físico me velaba, a pesar de mi continuo ejercicio, no notaba cansancio alguno.
En un tramo de mi recorrido tuve que hacer acopio de mis reflejos y esquivar con rapidez partes del asfalto que estaban arrancados de forma irregular, a punto estuve de perder el equilibrio con aquellos huecos en los que unos hierbajos habían crecido de la nada. Allí donde no podía haber vida, había nacido.
LLegué al final de aquella pendiente pero donde recordaba que el camino seguía, ahora no lo había: grandes trozos de piedra alquitranada cubiertos de verdoso musgo y vegetación me impedían el paso.
Surgida de la nada, escuché una voz que, burlándose de mí con sorna, me decía:
- Oh, te has quedado sin camino.
- ¿Qué vas a hacer?.
- Ya no tienes camino, pobre. Ahora, ¿qué harás?
No intenté descubrir quién era la causante de aquellos comentarios, ya que supe sin saberlo que era la propia ciudad la que me hablaba.
Era ella que, como un ente con vida propia me observaba y me retenía en su grandeza.


Aquellas palabras me provocaron desprecio y rabia, infundándome a la vez, mezclados en una contradictoria pócima, miedo y valor al mismo tiempo.
Con esa amalgama de sentimientos, dejé caer la bicicleta al suelo con tal brusquedad que hizo rodar la rueda trasera, observando su girar, de repente, como surgido a través de una puerta interdimensional, volatilizado literalmente sin conciencia de ello, aparecido brutalmente con sobredosis de ella, me encontré en un lugar que no me resultaba desconocido.
Esto me llevó directamente a preguntarme dónde estaba, visualizándome y reconociéndome, comprendí con esa incomprensible naturalidad, cuando te sabes en ellos,  que estaba en uno de mis sueños.
La  sorpresa inicial no me produjo miedo alguno, supe sin ninguna duda que era yo y que estaba soñando, eso hizo que me tranquilizara y, consciente de saber donde estaba, me dejé llevar.
Inspeccionando aquel sitio con una lenta y temerosa mirada, reafirmé mi percepción de haber estado ya alli en algún momento,  aunque no tenia capacidad para recordarlo, sólo sentía que aquellas callejuelas con aire de antigüedad las había rastreado ya mi mirar.
Pensé que en realidad nuestros ojos no ven y es nuestra mente la que lo hace, reflejando un holograma visual de nuestros propios deseos y anhelos, como si la materia, ni nada que viéramos existiera en realidad y fuera nuestro cerebro el que los pone allí.
Una misma escena exenta del todo y que cada individuo llena con su alma, siendo todas diferentes y al mismo tiempo, iguales.
Con una incontrolable desesperación, corría por aquellas calles adoquinadas en siglos pasados.

En las terrazas de los bares, las gentes bullían en contertulios que no podía escuchar.
Corría y corría, sin saber a ciencia cierta a dónde iba, teniendo la única sensación de que tenía que escapar.

Comprobé, casi sin sorpresa, que en realidad no estaba corriendo, ya que mis pies no pisaban el suelo, me deslizaba sin tocarlo a unos dos palmos por encima de él.
Levitando entré en un pequeño establecimiento comercial, a mi derecha, unas enormes estanterías de madera albergaban toda clase de singulares juguetes, antigüedades y objetos varios.
Uno de estos últimos llamó mi atención y lo cogí.
Era una figura invisible y por ello sin forma alguna y, aunque sabía que estaba allí, mis ojos no podían verla. Parecía que  sujetara un trozo de aire, de materia inexistente, que mi tacto podía sentir.
Aquella pieza tenía algo de mágico, según mi deseo se materializaba en aquello que quería. En una increíble transformación múltiple vi que sostenía una máquina de escribir, una nave espacial para uso y disfrute de un niño fantasioso, una caja de madera con vistosos y alegres detalles tallados a mano, una piedra triangular de cobalto azul, una amatista dentellada y un pergamino.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para dejar mi mente en blanco y, de esa forma, conseguí de  nuevo, aparentemente, no tener nada entre mis manos.
Me acerqué al mostrador, detrás de él, un hombre de unos cincuenta años de rasgos asiáticos me miraba sonriendo desde sus pequeños ojos, parapetados detrás de unas grandes gafas de pasta color negro.
A su derecha, otra estantería igual en forma y tamaño que la otra, alojaba lo que parecían botes de comida.
Cortaba carne en una clásica máquina de filetear fiambres, pero el producto final,  era una mezcla de vísceras y tripas que, por intuición, supe que eran humanas.
Le pregunté, llevando ya entre mis dedos un billete de cincuenta, cuánto costaba mi adquisición. Sin dejar de sonreír, me dijo que allí el dinero no tenía valor, que podía llevármelo sin más.
Una ráfaga de pureza y limpieza se deslizó con frescura sanadora por mi pecho al oír estas palabras, notando al unísono, como mi cuerpo se transformaba paulatinamente, casi de forma imperceptible, en un denso humo que, volatilizándose, desapareció, haciéndolo yo con él.
III

Como si mi yo interior dejara de existir, escapándose a través de un agujero interestelar, otra vez, como tantas otras veces, mi percepción, en apariencia, dejaba de estar activa.
La nada ocupa de nuevo todo, en todo momento.
Un vacío no exento del saber que existo.


¿Qué leyes del universo dictaminan que mi vida sea así?
¿Por qué unas veces puedo materializar la intensidad y grandeza de algo tangible visualmente y otras me sumo en un letargo de oscuridad?.
Desde la profundidad de mi mente, me pregunto porqué mis emociones son volubles y se mueven siempre al compás que marca el cosmos.
¿Por qué a veces siento que mi vida no me pertenece y es otro el que la vive?.

Fin de la primera entrega.

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